Algunos destinos atraviesan vidas, universos y tiempo, pero nada puede escapar a su destino. Héctor lo descubrió de la forma más cruel: por más que cruzó dimensiones y buscó lo que había perdido, todo parecía estar escrito. Todo se repetía. Todo era inexorable.
INEXORABLE
Por. Chris Castillo
CAPÍTULO I
Héctor siempre supo que en la vida había personas que se quedan para siempre y otras que son fugaces pero dejan una huella imborrable. Él tenía 25 años cuando la conoció. Lorena, una mujer de 41 años, irradiaba una energía magnética que atrapaba a cualquiera que cruzara su camino.
Para él, ella representaba el enigma de la vida, la sabiduría que solo los años traen, y la pasión que desafía el tiempo. Desde el primer encuentro, sintieron una conexión, una chispa que encendió sus almas en un instante.
Lorena admiraba la fuerza y el ímpetu de Héctor, mientras él se dejaba llevar por su experiencia, saboreando cada momento de madurez y seguridad que ella le daba. La cama era su refugio, un lugar donde el deseo no conocía fronteras.
Sin embargo, conforme pasaban los meses, las primeras grietas comenzaron a aparecer. No fue de repente, sino lentamente, casi sin que se dieran cuenta. Cuando platicaban sobre el futuro, las perspectivas chocaban: ella planeaba remodelar la casa, instalar cerámica nueva en el piso o quizá levantar la tapia que colindaba con el vecino; él, en cambio, quería comprarle regalos para consentirla, salir de fiesta más seguido, ir a pasear a algún lugar turístico y hacer nuevas amistades. Pero todo eso Lorena ya lo había vivido hasta la saciedad. En ese punto de su vida, ella quería enfocarse en el largo plazo. A pesar de que ambos compartían un amor real, las diferencias empezaron a sentirse cada vez más pesadas.
Así fue que el día en que Héctor priorizó ir a comprarle una cadenita de plata antes de ir a pagar la luz, Lorena estalló en cólera.
—¡Héctor! ¿Y el recibo cancelado de la luz?
Héctor, calmado, le dijo:
—Amor, no he ido todavía. Quise primero darte este regalito… ya voy a ir.
Lorena, con los ánimos más caldeados, respondió:
—¡Héctor, no! Así no son las cosas. Sabés bien que andan cortando la luz y este recibo se nos venció hace dos días.
Héctor, asustado, replicó:
—Pero amor, ya te dije que ya voy para allá, no te enojés, porfa. Más bien mirá qué bonita está la cadenita.
Lorena gritó:
—¡No, Héctor! No quiero nada. Dame el recibo y los reales, iré yo a pagar eso. Sos un gran irresponsable, ¡me tenés harta!
El resto de ese día el silencio invadió aquel hogar.Se fueron a dormir sin decir una sola palabra.
En la madrugada, Héctor abrió los ojos y vio a Lorena sentada en el filo de la cama, llorando. Le preguntó:
—Amor, ¿qué te pasó?
Lorena, entre lágrimas, le dijo:
—Héctor, ya no podemos seguir así. Debemos hacer algo.
Héctor, con un tono relajado y positivo, respondió:
—Amor, tranquila. Yo te prometo que esto no vuelve a pasar. Pero vos tampoco tenés por qué hacer una tormenta en un vaso de agua.
Lorena se secó las lágrimas, tragó hondo y replicó:
—No. Estas discusiones me tienen cansada. No es posible que no entendás las prioridades de nosotros. Yo siento que estamos en un callejón sin salida.
Héctor frunció el ceño y dijo:
—Lorena, yo por vos daría hasta mi vida. Eso debería ser garantía de que siempre debemos hacer funcionar esto. Pero eso que me decís me da hasta escalofríos.
Lorena contestó:
—Yo fui clara con vos desde el inicio: lo nuestro no podía durar para siempre. Sabía que este día iba a llegar, y aun así tomé la decisión de seguir adelante con esta relación. Has sido el amor de mi vida; te he amado con todas mis fuerzas, porque has sido el único hombre que ha sido honesto conmigo. Me has demostrado un amor real. Pero esto, que parecía tan perfecto, ahora choca de frente con la realidad.
Los ojos de Héctor se aguaron y enrojecieron. Un nudo en la garganta lo dejó en silencio. Otras veces habían terminado y él lo había manejado con calma, convencido de que era solo un enojo temporal. Pero esta vez sabía que no era así. Lorena ya había tomado una decisión. Su comportamiento distante, pensativo y silencioso era el preámbulo de aquella madrugada. La discusión por el recibo de la luz solo fue el detonante que Lorena necesitaba para reunir el valor y terminar con él.
Lorena, sollozante, tomó la mano de Héctor y añadió:
—Héctor, yo ya soy una mujer que está entrando en el ocaso de su vida. Ya no puedo darme el lujo de perder el tiempo. No quiero que me tomés a mal, te amo, pero vos tenés toda una vida por delante. Sos un joven inteligente, brillante, y eso fue lo que me enamoró de vos. Pero tenés que entender que vos tenés oportunidades que yo ya no. Yo terminaría siendo un lastre en tu vida. Por eso es mejor que terminemos esta relación, por el bien de ambos.
Héctor, destrozado, apenas logró decir:
—Me duele el alma misma, pero te entiendo, mi amor. Si pensás que es lo mejor, yo respetaré tu decisión. Mañana mismo me voy, pero quiero que sepas que te amaré por siempre…
El silencio y la oscuridad de la noche invadieron aquel cuarto. Ya no había nada más que decir; la decisión estaba tomada. Fue el insomnio de ambos el que habló, describiendo la angustia que los separaba.
Con la salida del sol, Héctor se levantó y tomó sus cosas. Mientras tanto, Lorena permanecía acostada, sollozando, incapaz de verlo partir. Él lo entendió… y simplemente se fue.
Luego de la ruptura, Lorena decidió irse a los Estados Unidos, buscando una vida mejor, escapando de la precariedad que la ahogaba.
El día de su despedida, Héctor le llevó un arreglo de su flor favorita, aquella misma que le entregaba en cada aniversario y que conmovía el alma de ella, porque la transportaba a los pocos momentos felices de su infancia: los tulipanes.
Ese día Hector sintió cómo una parte de él se iba también. Se despidieron con un abrazo que contenía todo el dolor del mundo, sabiendo que esa pasión que los unió también los obligaba a soltarse. Porque, aunque el amor no muere, a veces, simplemente no puede sobrevivir al paso del tiempo.
CAPÍTULO II
Tras la partida de Lorena, Héctor quedó solo, rodeado de recuerdos. Los días se volvieron una agonía y un amargo letargo, pues la herida de la ruptura no cicatrizaba. Él no lograba sacarla de su mente y de su corazón . La idea de que su historia podría haber sido diferente lo atormentaba sin cesar. Cada noche, antes de dormir, imaginaba cómo podría ser esa versión alternativa de la vida en la que ambos hubieran tenido la misma edad y destino, construyendo en su mente, aquel mundo ideal donde anhelaba ser feliz con su amada.
“Si hubiéramos tenido la misma edad, todo sería distinto”, pensaba Hector con amargura. En su fantasía, se habría casado con Lorena, sin las dudas ni las barreras que los separó. Se imaginaba amándola sin reservas, sin las tensiones que la vida real les impuso. Hubieran formado una familia , sin la sombra de los años pesando sobre ellos. En ese mundo perfecto, no existirían los conflictos sobre el futuro. Todo encajaba, como si el destino hubiera sido amable con ellos.
Pero la realidad era otra, y Hector lo sabía. “¿Cómo podría retroceder el tiempo?”, se preguntaba. La lógica le decía que era imposible, que no hay manera de nacer en otro momento, que el tiempo corre en una sola dirección.
— ¿Cómo podría hacer para que ambos tuviéramos la misma edad?.
Era un pensamiento absurdo, pero aun así lo perseguía, aferrándose a esa esperanza ilógica, realmente irracional.
***
Un pensamiento nace en la mente, da vueltas una y otra vez hasta que se convierte en delirio.
***
Cada día, él se ahogaba en su tristeza, fantaseando con aquella realidad paralela donde todo hubiera sido perfecto. Pero luego la razón volvía a imponerse, recordándole que la vida no funciona así, que el tiempo no puede ser moldeado a voluntad.
Pensaba en sus momentos más delirantes, que quizás el vasto universo tendría caminos ocultos que no pueden verse, caminos donde el tiempo no es lo que conocemos, pero de nuevo reaccionaba que eran solo ilusiones, que no había forma de transformar la realidad ni cambiar el pasado.
— "O tal vez...", en su cabeza decía, dejando la idea inconclusa, porque sabía que al final no había otro modo.
Los días seguían alargándose; parecían interminables, y el dolor crecía sin cesar. Su deseo por revivir aquello que había perdido se volvía una obsesión, un clamor desesperado dirigido al mismo universo.
Una noche, cuando la soledad se volvió insoportable, algo extraño sucedió. En medio de la penumbra de su habitación, el aire comenzó a cambiar. Un frío antinatural invadió el espacio, como si una fuerza más allá de todo entendimiento hubiera cruzado el mismo umbral de la existencia. De la oscuridad emergió una presencia amorfa, inhumana. No tenía forma definida, pero parecía estar en todas partes, susurrando a cada rincón de la mente de Héctor. Era algo que no podía verse con los ojos; su presencia se percibía más allá de lo físico.
Los ojos de Héctor se llenaron de horror, pero, al mismo tiempo, una extraña fascinación lo atrapó
.
—Has llamado durante mucho tiempo…
Susurró la entidad, su voz retumbando desde lo profundo de algún abismo
—. Y he venido a ofrecerte lo que anhelas. El ser no tenía rostro, pero Héctor sintió su mirada atravesando su ser, leyendo cada rincón de sus pensamientos y deseos más íntimos.
—Puedo llevarte a ese mundo que tanto deseas. Conservarás tus recuerdos, tu conciencia. Podrás volver a conocer a Lorena. Podrás rehacer todo lo que perdiste. Pero…
La voz se detuvo un momento, reverberando en la oscuridad—. una vez que cruces, no habrá vuelta atrás. Jamás podrás regresar.
Héctor no lo pensó. El miedo que lo había invadido inicialmente se disipó ante la oportunidad que se le ofrecía. No importaban las advertencias ni los riesgos. Era su única posibilidad de corregir lo que el tiempo le había arrebatado.
—¡Acepto!
Respondió con una convicción casi temeraria.
La entidad se desvaneció en la oscuridad, y al cerrar los ojos esa noche, Héctor sintió como si el tiempo se doblara sobre sí mismo. Cayó en un sueño profundo, y cuando despertó, estaba tendido en el suelo de una obra gris. Por un momento pensó que tal vez había sido solo una borrachera fuera de control. Su espalda le dolía, su cabeza le punzaba y sus manos presentaban un ligero temblor. La luz del sol entraba con fuerza por la construcción sin techo.
Salió de la obra gris y caminó por las calles. Asustado vio que aquel lugar en construcción era la misma casa donde alquilaba; el resto de la calle parecía igual que siempre, pero con diferencias sutiles. — ¿Entonces no fue una pesadilla? — se preguntó desconcertado, No podía dar crédito a lo que estaba experimentando; sin embargo, con una mezcla de esperanza y confusión, decidió buscar a Lorena para confirmar lo que había sucedido.
Cuando llegó a la casa donde habían vivido juntos, algo lo golpeó de inmediato. Una familia completamente desconocida ocupaba el lugar. Las risas de unos niños que jamás había visto llenaban el lugar. Con el corazón acelerado, tocó la puerta y preguntó por Lorena.
Un hombre que le abrió lo miró con extrañeza.
—Aquí no vive ninguna Lorena —le respondió fríamente.
Héctor insistió, explicando que solo habían pasado un par de meses desde su separación y que Lorena había vivido allí. Pero el hombre negó con firmeza:
—Yo vivo aquí desde hace diez años, por favor retírese, ya no me esté atrasando.
Al preguntar a los vecinos de las casas aledañas, recibió la misma respuesta: nadie conocía a Lorena.
Héctor sintió que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. ¿Cómo era posible? Hace poco, todo había estado en su lugar, se dijo a sí mismo:
—¿Estoy loco acaso?
Desesperado, se acercó al guarda de seguridad que vigilaba la calle.
—¿Ha habido cambios de dueños recientemente? —preguntó con angustia.
El guarda lo observó con una mezcla de desconfianza y hostilidad.
—Disculpe, pero no lo conozco. Tiene que irse de aquí. Si no, llamaré a la policía.
Con una sensación de pánico, se fue hacia la casa de la esquina , donde don Bismark Laguna, un señor de sesenta años con el pelo cano, con quien solía charlar de vez en cuando. Al verlo, se le congeló la sangre: tenía el pelo negro y el semblante mucho más joven. Intentó saludarlo como siempre, pero el hombre lo miró con desconfianza, como si jamás lo hubiera visto en su vida.
—No sé quién sos, broder; andate de aquí.
Las palabras le cayeron como un balde de agua fría. Mientras tanto, el guarda que ya le había advertido que se fuera se acercaba hacia Héctor con actitud amenazante, con un garrote en la mano, listo para neutralizarlo.
Héctor corrió con todas sus fuerzas, desorientado, y con el corazón que parecía que se le saldría del pecho. Tras unas cuadras se detuvo, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. En ese momento lo comprendió: ya no estaba en su mundo.
Su primera impresión fue que el ente lo había llevado a una dimensión diferente, quizás una realidad paralela donde él nunca había existido, donde Lorena y toda la vida que había construido junto a ella no eran más que un eco perdido en algún rincón del mar cósmico. Se había lanzado a un abismo sin retorno, buscando un amor que ya ni siquiera existía en esta nueva realidad.
Un sudor frío cubrió su cuerpo. Todo lo que alguna vez conoció, todo lo que alguna vez fue, se había desvanecido. Estaba solo, atrapado en un mundo que no le pertenecía, sin un camino de regreso.
Pero, entre todas las emociones que lo desbordaban, no había logrado dilucidar algo: quizá no se trataba de otra dimensión. La casa en construcción, la persona que había logrado identificar lucía mucho más joven, y el ambiente en general parecía anticuado. ¿Acaso no había viajado al pasado?
Fue entonces que caminó y pasó por un comedor popular; y en un viejo televisor culón de 21 pulgadas a todo volumen, estaban empezando las noticias, entonces pudo ver y escuchar:
—Estos son los titulares para la mañana de hoy, 11 de enero de 2008.
Le cayó el “20”, su piel se erizó, el aire abandonó sus pulmones, y se desplomó de cuclillas. ¿Qué había hecho? Esto no era un sueño: era la realidad.
CAPÍTULO III
Aun en medio del caos que se había sumergido, un destello de esperanza cruzó la mente de Hector, como un rayo de luz entre la oscuridad que lo rodeaba. Ya estaba claro que había retrocedido 16 años en el tiempo, Si podía recordar suficiente de la vida de Lorena, tal vez, solo tal vez, podría encontrarla en esta nueva realidad. Sabía que la Lorena de 41 años, aquella con quien había compartido su vida, no existía, pero la Lorena más joven, la de 25 años, aún debía estar ahí, en algún lugar, viviendo las penurias y luchas que tantas veces le había contado entre lágrimas y susurros. Las largas noches en vela, en las que Lorena, bajo la tenue luz de la luna, le confesaba sus heridas más profundas, ahora servían de mapa en la mente de Hector. Sabía que ella había sufrido mucho desde su infancia.
***
Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.
***
Recordó cómo le habló de su padres, ambos bohemios que habían elegido una vida de excesos, dejando a Lorena abandonada a su suerte desde bebé. Su madre desapareció completamente de su vida, y cuando su padre se estabilizó, nunca hubo un lugar para ella en su nueva familia.
Pero lo peor fue la brutalidad de los años que siguieron. A los 13 años, Lorena huyó de la casa de la tía que la criaba buscando a su madre, con la esperanza de encontrar amor y refugio. En lugar de eso, encontró una mujer deshumanizada, fría y ajena. Aquello había destrozado su espíritu. Siendo una niña y después de un gran periplo sorteando los peligros de la ciudad para encontrar la casa de su madre, lo único que aquel monstruo supo hacer fue correr a Lorena , diciéndole :
— Lo siento muchachita, yo no puedo alimentar otra boca más, aquí están estos cinco pesos, busca como irte y no volvas que mi marido no sabe de vos, no tarda en llegar y es bien delicado.
Lorena solo vio perpleja la reacción de su madre, con un nudo en la garganta fue incapaz de emitir una sola palabra, contuvo su llanto, se dio la vuelta, caminó un poco y cuando estaba fuera de la vista de su madre, se derrumbó en un llanto, el llanto de quien esta humillado, desamparado y con el alma rota.
Así se completó el ciclo de rechazo que había marcado su infancia. Pero Lorena, con su naturaleza indomable, había sobrevivido. Era fuerte, una guerrera en todos los sentidos de la palabra.
A los 19 años, Lorena ya había conocido una y otra vez la miseria en carne propia. Su cuerpo atlético, no era solo una cuestión de estética; era el resultado de años de trabajo duro, de lucha constante. Su belleza natural, su pelo negro azabache y su piel blanca, escondían las cicatrices internas que había acumulado. Había sido explotada, traicionada y otras veces maltratada, pero nunca se rindió, siempre comenzó de cero cada vez que la vida parecía ensañarse con ella, reinventándose con una sola idea en mente: demostrar que no necesitaba de nadie para llegar a ser alguien.
Pero Héctor sabía que había un punto de inflexión en su vida. A los 25 años, Lorena había encontrado un respiro. Le había contado, con algo de nostalgia y orgullo, sobre aquellos años en que trabajaba como agente inmobiliario. En ese momento, su vida parecía encaminarse hacia la estabilidad, una bonanza económica que le dio un respiro, aunque fuera temporal. Y fue ahí, en ese periodo de su vida, donde Héctor sabía que podía encontrarla en este punto del tiempo.
—Grupo Alcocer —murmuró para sí mismo. Era la única pista que tenía. Si lograba llegar hasta ella en esa etapa de su vida, tal vez podría intentar reconectar. Pero algo lo atormentaba: ¿sería la misma Lorena? ¿O el sacrificio de cruzar dimensiones lo había llevado a un lugar donde todo, incluyéndola a ella, era distinto?
Las horas corrían, la noche caía, y mientras Héctor organizaba su búsqueda, se dio cuenta de que debía sobrevivir. Siendo un extraño, un desconocido, durmió esa noche en la banca de un parque, con el frío calándole los huesos; pero más fuerte que el frío era el calor de la esperanza de reencontrarse con la musa de su vida.
A la mañana siguiente, para poder comprar comida, se fue a una ferretería y pidió trabajo descargando arena de un camión y así consiguió un poco de dinero. Con cada palada que daba bajo el ardiente sol, su mente repasaba cada detalle que ella alguna vez le había contado, a la vez que analizaba su alrededor, el tiempo era incierto y de alguna manera el ambiente se sentía desordenado, como si las piezas de la realidad no encajaran del todo. Sin embargo, no tenía más opciones. Era ella o nada.
Al mediodía, una vez concluida su faena, sucio y sudado, entró a un cibercafé para buscar información. Aunque su aspecto era casi deteriorado, pagó y le permitieron alquilar una computadora. Tenía clara la pista: ella había trabajado en una extinta agencia inmobiliaria importante de la ciudad llamada Grupo Alcocer, que en el futuro ya no existía. En un par de clics encontró la lista de oficinas en la ciudad.
Con el corazón acelerado y una mezcla de ansiedad y determinación, Héctor salió a las calles.
Comenzó a buscar en cada oficina de la inmobiliaria. Las calles parecían familiares, pero a la vez extrañas, como si algo en el aire fuera distinto. No fue hasta el final de la tarde que llegó a la oficina central del Grupo Alcocer que su corazón empezó a latir con una fuerza descomunal, algo dentro de él le dijo que estaba en el lugar correcto.
Y allí, entre la monotonía de los oficinistas, el reluciente vidrio del edificio y el brillo de la luz blanca, de lejos la vio. Lorena, de 25 años, igual a como la había imaginado tantas veces. Su cabello largo caía como un manto oscuro sobre sus hombros, y sus movimientos eran seguros, casi imponentes. Pero había algo más en su mirada, orgullo y quizás prepotencia. Era la Lorena que él había amado, pero aún no la conocía. No en esta vida.
Hector dudó por un instante. Este era el momento que tanto había soñado. Pero ahora, en este nuevo mundo, ¿cómo podría acercarse a ella? ¿Cómo podría empezar de nuevo sin revelar lo que sabía, sin asustarla con la verdad que él mismo apenas entendía?
CAPÍTULO IV
Al contemplarla desde afuera de aquel lujoso edificio, Héctor se detuvo… y con él, el tiempo y la gravedad misma. Al menos eso provocaba en sus sentidos la paradoja de verla de nuevo, y a la vez por primera vez, a Lorena.
Pero ahora todo era distinto. Ya no era la casualidad lo que los unía, sino la causalidad. Hector seguía siendo el mismo muchacho de 25 años humilde y soñador que trabajaba de sol a sol. Mientras tanto, Lorena, con 25 años, se había convertido en una mujer exitosa, escondiendo todo su dolor tras un caparazón.
La vida le había sonreído económicamente: tenía un auto nuevo, alquilaba una casa cómoda en una zona residencial y vestía con ropa de buena calidad, siempre impecable.
En un impulso, Héctor entró con una mezcla de miedo y esperanza al edificio. Intentó acercarse a ella, pero Lorena lo miró con desdén… o quizá, más bien, con desprecio.
Él andaba mal vestido, sucio y sudado, su apariencia no era precisamente elegante.
Héctor era incapaz de contarle lo que habían vivido juntos. Temía que lo tildara de esquizofrénico. Aunque deseaba decirle todo lo que sabía, se limitó a sonreír y guardar silencio.
Lorena se frizo, no entendía que buscaba aquel extraño hombre. Sin embargo, había algo en el rostro de Héctor que resultaba misterioso e intrigante para Lorena. Había algo en sus ojos que no lograba comprender.
En medio de la incomodidad del momento, Héctor logró obtener una tarjeta de presentación de ella… y se fue.
Al día siguiente, Héctor intentó contactarla por correo electrónico para pedirle una cita, pero no tuvo éxito. Pasaron un par de días en los que reunió el valor para verla en persona, buscando las palabras precisas para hablar con ella, mientras seguía trabajando en lo que le salía día a día y durmiendo donde lo sorprendía la noche. Como podía, se bañaba y conseguía alguna muda de ropa, pero la verdad era que, con cada día, su situación se volvía más precaria y dura. Aun así, aquella esperanza lo mantenía en pie: la posibilidad de que, de alguna forma, Lorena pudiera experimentar lo imposible… recordar el futuro.
Ahorró todo lo que pudo, incluso a costa de dejar de comer. Al cuarto día, en un último intento, consiguió buena ropa y se fue a comprar algo simbólico: la flor que ella asociaba con la felicidad en medio de su tormento: el tulipán.
Al llegar al edificio, entró y se presentó:
—Soy Héctor. Sé que no me conoces aún, pero te traigo este tulipán porque sé que te transporta a aquellos pocos momentos felices de tu infancia. Me gustaría platicar contigo.
Por un breve segundo, ambos guardaron silencio y cruzaron miradas. Parecía que una leve sonrisa nacería en los labios de aquella mujer, mientras Héctor, con la mente acelerada, intentaba descifrar cuál sería su respuesta. En ese instante, algo en ella pareció conmoverse.
Sin embargo, la acción de Héctor provocó una reacción adversa. Lorena, sintiéndose acosada, tomó la flor en un ataque de cólera, las deshizo con las manos y la arrojó al suelo.
Le gritó:
—¡Sí vi tu correo, pero no me interesa quién seas! No quiero volver a verte por acá. ¿Cuál es tu locura?
Y le advirtió:
—Si insistís, pondré una denuncia.
Luego, con el más fuerte desprecio, desde el fondo de su pecho exclamó:
—Yo nunca saldría con un extraño, menos con un sucio muerto de hambre como vos..
Hector no podía creerlo. Había cruzado el universo mismo para ser feliz, y todo resultó ser un fiasco. No contempló la posibilidad de que las personas cambian en diferentes épocas de su vida. Con un nudo en la garganta, una lágrima en los ojos y temblando de impotencia, se fue. Pero su mente se inundaba de pensamientos. ¿Qué hará ahora? ¿Qué otros cambios habrá en esta dimensión? ¿Podrá vivir con el peso de esta nueva realidad? ¿Quién era realmente?
El tiempo siguió su marcha inexorable. Héctor, destrozado y desorientado, caminaba por las calles de la ciudad con una mezcla de incredulidad y desesperación. Todo lo que había soñado, todo lo que había anhelado, se le escapaba como arena entre los dedos. Lorena, la mujer que alguna vez lo había amado con la más feroz intensidad, ahora lo veía como a un extraño. Peor aún: lo despreciaba, lo veía como una amenaza, algo irrelevante y molesto en su vida.
Empezaba a pensar en todas las variables que ahora habían cambiado. En este universo, Lorena no era la misma: sus recuerdos no existían porque aún no habían sucedido. Pero… ¿qué más podría haber cambiado? ¿Sus amigos? ¿Su familia? Un escalofrío recorrió su espalda al darse cuenta de que quizás ni siquiera aquellos que alguna vez lo conocieron sabrían de él. Estaba solo. Totalmente solo, en una realidad que no era la suya y que jamás llegaría a sentir como propia.
Héctor trataba de convencerse de que aún podía encontrar un propósito, algo que justificara todo el sacrificio que había hecho. Pero cada vez que lo intentaba, la imagen de Lorena y la expresión de su rostro iracundo e indiferente invadía su mente una y otra vez. Esa mirada de desprecio, el tono frío con el que lo amenazó… No había sido solo un rechazo; había sido una confirmación de que todo lo que había idealizado estaba roto, imposible de reconstruir.
El viento frío de la noche acarició su rostro cuando finalmente se detuvo en una esquina, mirando las luces de la ciudad parpadear en la distancia.
“¿Qué hago aquí?”, se preguntaba, sabiendo que, en el fondo, había condenado su propia existencia al saltar de una dimensión a otra, movido por un amor que, desde que nació, sabía que se extinguiría.
La posibilidad de volver a encontrar siquiera un propósito parecía más lejana que nunca, y el peso de esa nueva realidad lo aplastaba. Las lágrimas, que había contenido durante tanto tiempo, comenzaron a brotar de sus ojos, rodando por sus mejillas mientras miraba al cielo en busca de respuestas.
Era una ironía cruel. Cruzó el universo por una oportunidad, pero lo que encontró fue el abismo de la soledad. Ahora, atrapado en una realidad que no le pertenecía, con las memorias de un futuro que solo él conocía, Hector debía decidir cómo seguir adelante. Pero la pregunta más grande seguía resonando en su mente: "¿Podría vivir con el peso de esta nueva vida?"
Entendió que la vida, es impredecible. Cada experiencia, incluso las dolorosas, nos enseña algo. “Quizás todo esto pasó por algo,” pensó.
Ya no había más que hacer más que arrepentirse de las veces que se había aferrado a un pasado que ya no existía, a una vida que ahora era solo un eco lejano de otro mundo.
CAPÍTULO V
Héctor, tras el encuentro con Lorena, se sumió en el alcohol y en las calles. Al fin ya no tenía nada por lo que luchar: ni siquiera una identidad, ni voluntad, mucho menos un objetivo. Simplemente era un hombre roto por el destino mismo. Un mes después, se había convertido en un indigente sucio y desaliñado.
Uno de esos días en que despertó destruido por la madrugada, con una goma infernal, se dirigió a buscar un trago para calmar los nervios y la vasca seca.
Caminó y caminó a la orilla de la carretera, con la mirada perdida en el infinito. Cada paso que daba era un recordatorio de su esperanza destrozada.
De repente, a lo lejos, vio un vehículo que venía a gran velocidad y, en un parpadeo, un sonido seco rompió la tranquilidad de la madrugada: se le había estallado una llanta, lo que provocó que se volcara de manera errática. Eran las cuatro de la mañana; no había nadie más que él. En un momento de lucidez, reaccionó y se dispuso a auxiliar. Corrió hacia el accidente y, para su horror, encontró a Lorena ensangrentada e inconsciente al volante de aquel carro.
***
Lorena quién venía de una fiesta en la que había tomado unos tragos, intentando olvidar sus fantasmas emocionales. En medio de la celebración, recibió una llamada de su madre. Ahora que Lorena tenía una posición más cómoda, su madre la buscaba e incluso la chantajeaba para que le diera dinero. Le mintió diciéndole que se sentía mal y que necesitaba verla de emergencia, pero todo era una artimaña para sacarle dinero una vez más.
Esa llamada hizo que Lorena interrumpiera la fiesta y tomara su vehículo, conduciendo a toda velocidad, con lágrimas de frustración y rabia. Sabía que era mentira, pero, aun así, aceptaba el engaño con tal de agradar a su madre y ganarse su nefasta aprobación. A pesar de su ímpetu y coraje para enfrentar la vida, Lorena era víctima de sus propias emociones.
Por aquellos azares del destino que rigen la vida de los mortales, mientras avanzaba por la carretera a gran velocidad, la llanta estalló, provocando que el carro se volcara estrepitosamente.
***
El estruendo del accidente sacó a Héctor de su ensimismamiento. Al ver a Lorena dentro del vehículo destrozado, un flashazo invadió su mente: aquel accidente del que ella le había hablado tantas veces cruzó fugazmente por su memoria, el mismo con el que explicaba la cicatriz en su pierna. ¿Cómo pudo olvidar ese hecho que marcó la vida de su amada? Pero no había tiempo para análisis ni reflexiones absurdas.
Con todas sus fuerzas, se abrió paso entre el hierro retorcido mientras el fuego comenzaba a avivarse. El tiempo corría en su contra. El cinturón de seguridad estaba atascado. Héctor tiró con desesperación, pero el broche no cedía. Podía sentir cómo la respiración de Lorena se debilitaba, asfixiada por la presión en su pecho.
Desesperado y frustrado, Héctor tomó el cinturón con una fuerza casi sobrehumana, rompiendo el broche en el acto. Las llamas se acercaban cada vez más, encendiendo el metal y el aire con su calor abrasador. Logró sacarla del vehículo justo antes de que este estallara con violencia, cubriéndolo todo de fuego. Héctor protegió a Lorena con su cuerpo, pagando un precio altísimo: heridas mortales causadas por el fuego y las esquirlas de la explosión lo dejaron casi irreconocible.
Lorena, apenas consciente, no podía moverse ni valerse por sí misma, pero la mirada serena y valiente de Héctor, el hombre que acababa de salvarle la vida quedó grabada en su mente. Cuando los paramédicos llegaron, Lorena estaba inconsciente y Héctor, sin vida.
Su cuerpo inerte y semicalcinado fue llevado al forense, nadie sabía quién era y podian identificarlo. Los peritos policiales apenas lograron obtener algunos datos gracias a los indigentes del sector, quienes comentaron que Héctor tenía poco de haber aparecido por allí, que decía llamarse Héctor Zapata y que aseguraba ser de esa misma ciudad. No existían registros de su identidad; solo su nombre coincidía con el de un niño de ocho años en las bases de datos. El caso fue archivado, y Héctor Z. terminó siendo enterrado en una fosa común.
Lorena fue llevada al hospital, donde, tras varias cirugías y cuidados intensivos, logró recuperarse. El trauma fue fuerte y la rehabilitación, dura, pero, como siempre, consiguió sobreponerse. Siguió con su vida, aunque en su mente habitada dormido el recuerdo de aquel rostro, de aquella mirada del hombre que le había salvado la vida.
La misma mirada que, quince años después, volvería a ver en una estación de servicio, y que esta vez sí se robaría su corazón de manera estrepitosa. Sin saberlo, el destino cumplía su capricho: el bucle volvía a cerrarse.
En el fondo, Lorena comprendió que, de alguna manera inexplicable, que el que la había salvado y el joven que acababa de conocer estaban conectados por un lazo que trascendía la comprensión humana. Sin embargo, prefirió omitir ese detalle en sus pláticas con Héctor; pensaba que quizás estaba mezclando recuerdos, traumas o que simplemente se trataba de coincidencias.
Por eso tomó la decisión de irse de la vida de Héctor, sin saber que no estaba huyendo, sino comenzando de nuevo su eterno bucle de amor y tristeza. Algunas conexiones trascienden el tiempo y las dimensiones, y el destino, con su naturaleza caprichosa, había tejido sus vidas en un ciclo sin fin.
No hay manera de burlar al destino: lo que es, es; y lo que no, jamás será. El destino es inexorable…
FIN.